Conversación frente a la panadería

 

     Elisa despertó temprano esa mañana. En el suelo, sobre la alfombra, el libro de los cuentos borgeanos marcado en La muerte y la brújula, deslizado desde las sábanas, que ella leyó antes de dormir. Se levantó. Desayunó como siempre té con tostadas del último pan que quedaba en la alacena. Decidió salir a comprar después de la ligera limpieza de todos los días para conservar la que realizaba Virginia con eficacia una vez por semana.

     Mientras lo hacía reflexionaba sobre la importancia del pan en la cultura occidental, base de la alimentación de los pueblos civilizadores. El trigo considerado el cereal que forja la madurez intelectual. El producto libre de impuestos en la primera economía de mercado, la de Atenas, que multaba severamente a quien aumentase su precio. Roma salvaba de la hambruna, con trigo,  a la plebe menesterosa. El lobo que acepta pan deviene perro.

     El símbolo de la religión cristiana en el cuerpo del Mesías.

     Consideró que eran suficientes los elogios al pan extraídos de lecturas dispersas, y se apresuró a salir. Le resultaba difícil almorzar sin pan.

 

     Un día espléndido, luminoso, de otoño templado, de cielo intensamente azul, sin nubes. Las calles desiertas y sin tráfico, de un silencio protector.

     Elisa llegó a la panadería. Aún estaba cerrada. Esperaba una mujer alta, distinguida, vestida con  una túnica blanca hasta los tobillos,  calzada con sandalias también blancas.

     ─ Soy la Muerte ─ le dijo─ vengo a buscarte.

     ─ Pero yo te creía un esqueleto con guadaña y ropaje negro.

     ─ Así me representaban en el Medioevo. Pero tengo intermitencias, y ahora puedo ser una hermosa mujer.

     A Elisa le preocupaba que la panadería no abriera. Se quedaría sin pan.

     A la Muerte le dijo:

     ─ Te pido que me esperes a que compre el pan.

     ─ De acuerdo. A mí también me es indispensable. Compraré para la cena.

 

 

     Emanuel entró en la casa de Elisa con su llave. Ella no contestó el teléfono en toda la mañana.

     Pasó al dormitorio. Su madre yacía en la cama con sereno semblante de dibujada sonrisa.

     Cuando llegó el infarto conversaba con una mujer de elegante vestido talar. Blanco, muy blanco, calzada con sandalias también blancas, muy blancas.

 

 

     El libro de los cuentos borgeanos seguía en la alfombra.

  

 

 

 

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