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Mostrando entradas de octubre, 2022
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  Un día sin que nada lo presagiase   En un tiempo sin tiempo no obstante ya separados cielo, aguas y tierra, en un Jardín donde el aire está vestido con todos los tonos de verde, a cual más brillante según   reciba la luz del Sol, que en el tiempo sin tiempo estuvo antes en el cielo junto con la Luna, se arrastra con ondulaciones sobre el manto de   hierbas un Ser sin nombre. Se queja de no tener patas ni alas, como otros. También de no ver muy bien y escuchar menos, de no emitir linda voz, sino silbidos. La soledad le angustia y le da hambre. Sigue moviéndose buscando algún alimento delicioso. Tarea no fácil por su escasa visión. Sin embargo advierte un hermoso árbol cargado de frutos. Se enrosca en él, envolviendo con su largo y versátil cuerpo el tronco. Prueba uno, riquísimo, lo saborea y come muchos más. El Sol, hacedor del día y de la noche, aún no da lugar a la Luna. Es un día sin   presagios.   En el mismo espacio pero lejos del árbol de los frutos, están sentados bajo
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  ¿Te sientes mejor ahora, Ulises?     Oculta detrás de una columna miro   el patio del palacio. El Sol en su incansable recorrido de aparecer y desaparecer con el fin de señalar la noche y el día, se detuvo para iluminar cruelmente a las doce jóvenes que cuelgan en fila por el cuello de una gruesa soga de navío. Sus pies no alcanzan el suelo, por breve tiempo se agitaron, solo brevemente. Se mecen las todavía casi niñas como palomas malheridas golpeadas contra una red siguiendo la música de la brisa. Ulises lo ordenó. Telémaco con eficacia lo hizo, provocándoles la muerte más deplorable. Arrancándoles el alma que tan poco tiempo habitó en sus hermosos cuerpos. Penélope, la del tejido de infinito inacabado, oportunamente dormía. ¿Hubiera dicho algo? ¿Lo hubiera impedido? Difícil creerlo. Euriclea, la tan alabada nodriza las delató porque, dijo, se entregaron a la impudencia con los pretendientes. ¿Acaso no fueron violadas? No tuvieron opción. No importaba, eran esclavas, indefens
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 Sin palabras Buenos Aires año 1852. Joaquina Xímenez envuelta en sombras. Recostada sobre los almohadones de la cama en la habitación de austero decorado, de ventanas cerradas y cortinas corridas que niegan el paso de la última luz de la tarde. Joaquina está cansada, con un cansancio que solo acabará con su muerte. Las sombras se mueven y dibujan una escena. La escena está grabada en la mente de Joaquina, y en sus ojos. Mientras viva la verá y recordará la fecha, 18 de agosto de cuatro años atrás. Una pareja de poco más de veinte, ella encinta, frente a un pelotón de fusilamiento. No hubo proceso, ni juicio, ni defensa, ni audiencia. La horrible fantochada irrumpe. Un cura da de beber a la joven agua bendita para salvar el alma del que está en su vientre, salvarla del Limbo. Apoteosis del crimen atroz. ¿Dónde, si existe, la misericordia de la Iglesia? Un sacerdote reconoció al que había dejado los hábitos por amor puro, y lo denunció. El padre de la que espera un niño, corrió hasta su