El
eterno retorno de las guerras
Katya finaliza su horario en la central nuclear de una ciudad europea
del este que, milagrosamente, no ha sido bombardeada; todavía. Es joven,
cuarenta años. Aún no ha logrado una pareja estable. Vive sola. Su
carácter es difícil. Tal vez influyen su
formación científica y su trabajo, no ajeno al inminente peligro de la guerra
nuclear que pende constantemente sobre el planeta como si los hombres buscaran
un suicidio colectivo, hombres que, irónicamente, pertenecerían a una identidad
llamada “civilización”. Es alta y delgada, de cabellos y ojos marrones, de
rostro agradable. Viste jean descolorido y roto, calza zapatillas grises;
sobre una camiseta blanca se abriga con una gruesa y amplia campera negra. Es noche
cerrada de intenso frío. Las calles están desiertas. Sin iluminación para evitar
ser blanco de ataques. Los edificios que
las bordean, de una antigüedad de tres siglos, tampoco ofrecen alguna luz delatora.
Katya se dirige a su casa. No quiere pensar en el trabajo; lo cuestiona. Colabora
con la destrucción, se dice, con la fábula trágica de la historia humana.
¿Alguna guerra es justa, moral? Se pregunta. ¿Por qué no se condena para
siempre la soberbia del poder sin control? Se lo deja actuar en un mundo sombrío,
injusto, hostil. Los hombres, anestesiados siguen obedientes, absurdamente como
rebaño a personajes nefastos que los manipulan con ideologías de odio, que
ponen delante de las balas a niños y jóvenes. No son ellos los que se
exponen.
De pronto, no sabe de dónde,
sumergida en sus pensamientos casi no la ve, aparece una niña rubia, de unos
ocho años. Dice llamarse Ivanna. Le pregunta su nombre. Me llamo Katya, le responde.
Ivanna le cuenta que una bomba destruyó
su casa y murió su familia y su perro y su gato, que a ella no le pasó nada
porque como es desobediente había salido a jugar afuera contra la orden de sus
padres. Le pregunta a Katya si quiere ser su amiga. Katya le contesta que sí.
Le pregunta si quiere acompañarla a arrojar una bomba molotov contra un tanque
enemigo; le asegura con orgullo que la sabe armar, que tiene todo lo necesario,
que le enseñó su hermano mayor, que él no tenía edad para ser soldado…que lo
alcanzó una metralla. Katya no sabe qué decir. Pero ante el horror de ser
personas sin futuro le dice: “vamos”. Los
niños también son presas del eterno
retorno de las guerras.
Las intermitencias de las guerras
Un día la guerra cesó. Se produjo la variable aleatoria de la paz en la
historia trágica de la humanidad. Nunca claudica en el hombre su deseo de destruir, la pulsión por matar
duerme por un tiempo. Llegó entonces un estado precario de paz. Un tiempo entre
guerras. Es decir, una intermitencia de la guerra.
Katia e Ivanna caminan por las calles de la ciudad devastada por la
barbarie. Se esfuerzan en no dejarse vencer por el espanto.
Cuerpos sin vida esperan ser identificados. Esqueletos de casas sobre
las calles sin asfalto. Tanques y armas inutilizables caídos en lodazales. Olor
a muerte. Tristeza infinita por la ausencia, tal vez para siempre, de los que
lograron abandonar el horror en medio de lágrimas que nunca enjugarán.
Pero las personas que están vivas limpian enérgicamente, revisan lo que
queda de los edificios. Piensan que la vida sigue y eligen
vivir y reconstruir la ciudad.
La joven y la niña se dirigen a la casa de Katya, preguntándose si la
encontrarán. Casi no hablan. La casa, aunque muy dañada, resistió y parece
habitable. Entran, no hace falta llave porque la puerta ha sido arrancada. Las autoridades lograron conectar agua,
electricidad y gas. Pueden tomar té endulzado y comer, mojándolo, el pan duro
que quedó en la alacena.
Las dos están solas. No hace falta hablarlo, vivirán juntas. Katya le
pregunta si quiere que sea su mamá o su amiga. Mi amiga, contesta segura
Ivanna, si fueras mi madre estarías prohibiéndome, retándome, limitándome, como
hacen las madres, mejor seamos amigas.
Hacía mucho que no reían.
¿Recuerdas lo de la bomba molotov?, pregunta Ivanna, no le hicimos ni un
arañazo al tanque, pero el soldado enemigo no nos disparó. Katya le contesta
que era casi un niño, que le recordaríamos a su madre y a su hermana pequeña.
No, le argumenta Ivanna, eres joven, le recordarías a su novia. Vuelven a reír.
La niña cuenta que en el colegio tenía un novio que se llama… o se llamaba…
Fedor, como Dostoievski, que todos le
hacían burlas, pero que a él no le molestaba porque decía que cuando fuese
grande también escribiría novelas así de buenas. Ivanna dice que si todos los hombres
pensaran en sus novias no irían a la guerra; que cuando comience de nuevo el
colegio si no encuentra a Fedor, encontrará otro novio. Así es la guerra,
reflexiona Katya, sustituimos a los muertos porque los que quedamos queremos vivir.
Pero yo siempre recordaré a Fedor, afirma Ivanna, y no deja que aparezca
ninguna lágrima en sus ojos.
Ambas comienzan a limpiar y ordenar; a examinar qué se puede rescatar y utilizar.
¿Crees en Dios?, pregunta Katya.
Ivanna se encoge de hombros, ¿Quién es? Pregunta a su vez, hasta
la Iglesia y la Sinagoga están destruidas.
Las dos amigas, la mujer y la niña, deciden trabajar y ayudar en la
reconstrucción de la ciudad y olvidarse por el momento de las intermitencias de
las guerras.
Triste realidad que sucede en nuestro mundo. Gracias por darnos estos momentos de silencio y lectura!
ResponderEliminarExcelente!!
ResponderEliminarCruda y dura realidad